El regreso y despedida de una banda como lo es Pink Floyd primero emociona, luego intriga y por último hace dudar a todos los que le hemos rendido culto durante años. ¿Era necesario lanzar un nuevo álbum sin que exista una verdadera reunión? ¿Era necesario sacar de la caja antiguos fósiles, recomponerlos y venderlos al público como algo «nuevo»? Probablemente no, sin embargo lo hecho hecho está, y qué mejor que tener la oportunidad de escucharlo, apreciarlo y entenderlo. Afortunadamente el miedo se disipa una vez que se escucha, ya que existen momentos interesantes y que justifican, hasta cierto punto, el lanzamiento del álbum.
Primero se debe contextualizar que The Endless River son grabaciones desechadas por la banda, compuestas durante el periodo de creación de The Division Bell (1994) y reconstruidas en los últimos dos años. Aclarado este punto, era fácil imaginarse que el nuevo álbum siguiera una línea muy parecida a lo creado en A Momentary Lapse of Reason (1987) y The Division Bell, y sí, justo sucede de esta forma. Además, esta aclaración permite objetivizar sobre lo que verdaderamente se puede esperar de él: una especie de paliativo que simplemente está enfocado en calmar la sed de miles de fanáticos, pero no en ser la masterpiece secreta que la agrupación nunca se dio cuenta que tenía entre manos hasta ahora.
Hablando propiamente del sonido, la semejanza sobre todo con The Division Bell es muy grande, sin embargo hay diferencias claras entre ellos. En primer lugar The Endless River no es tan sensual como su predecesor, el cual sonoramente era romance puro, no así su temática. En la nueva placa las composiciones cuentan con refinados arreglos que lo dotan de mayor intensidad y suavidad al mismo tiempo, logrando despertar profundas emociones. En segundo lugar, el sonido que se presenta en esta ocasión aterriza, sin presunciones, las ideas que Gilmour, Wright y Mason desarrollaron durante toda su carrera, sin miedo a sonar igual a como lo hacían con Waters.
El disco saca provecho al máximo de su falta de letras, constituyendo un álbum continuo que revalora y dignifica al álbum como un discurso completo. Cada pieza es enlazada de manera que todo forma parte de una gran maquinaria imaginativa que nos guía por un viaje profundamente abrazador, un viaje por un río que parece extrapolar el legado de la banda hasta el infinito de los tiempos. En otras palabras, The Endless River no se adapta para nada a los gustos imperantes de la modernidad. Chutarse 53 minutos de música instrumental-ambiental es una vieja práctica en desuso, por lo que probablemente los millenials, acostumbrados a ritmos up-tempos, no gusten de la sazón con la que está cocinado el disco. Y es en este punto donde el álbum genera una plusvalía respecto a todo lo hecho anteriormente por la agrupación. Un álbum de este tipo, hecho para escucharse de principio a fin sin objeciones, cobra mucho mayor relevancia y pertinencia en la era digital.
De esta forma el nuevo disco goza de credibilidad y se gana dignamente el lugar que le corresponde: ser el último álbum de Pink Floyd, y no simplemente un bonus disc de The Division Bell. Aunado a ello se debe decir que, per se, cuenta con su propia personalidad. La placa construye su propia identidad a partir de la unión de todos los momentos que esculpieron a la banda, sin ser necesariamente una repetición. En esta ocasión no hay cabida para ideas nuevas como sí las hubo en su momento en los álbumes post Waters. The Endless River es un gran intento por evocar lo mejor del sonido que la banda creó a lo largo de toda su carrera. Existen momentos que recuerdan la temprana incursión de la banda en la escena independiente en temas como «Autumn ’68»; momentos de la etapa dorada de la agrupación por ejemplo «Allons-Y (1)», una referencia obvia a «One of These Days» y a «Another Brick in the Wall (Part 1)»; y momentos que solidifican la última era de Pink Floyd con Gilmour al frente, como «Louder Than Words».
En general el álbum es muy consistente, sin llegar a ser la octava maravilla. Un disco sobrio que cierra de forma adecuada una de las mejores discografías que se hayan creado. La situación de no contar con letras se ve compensada con poderosas composiciones que reiteran el característico sonido pinkfloydiano que cautivó a miles de personas durante los 30 años en que existió la agrupación. Completamente nostálgico. Completamente melancólico.
Poco es lo que no se ha dicho y no se conozca de Pink Floyd, una de las bandas más importantes de todos los tiempos. A modo de repaso general, se debe decir que la banda se formó en 1965, en Londres. Sus primeras dos placas, al mando de Syd Barrett, eran trepidantes viajes psicodélicos llenos de mucha experimentación. Lamentablemente el uso constante de drogas afectaron seriamente la salud mental de Barrett, por lo que en 1968 tuvo que salir de la banda, siendo reemplazado por David Gilmour. A raíz de esto, el bajista Roger Waters empezó a tomar el timón de la agrupación, dirigiéndola hacia caminos más progresivos y revolucionarios, construyendo placas que ahora son joyas invaluables en la música, piezas fundamentales del rock progresivo de los 70: The Dark Side of the Moon (1973), Wish You Were Here (1975), Animals (1977) y The Wall (1979), son las más representativas de este periodo. Por problemas internos y en la dirección del sonido, Waters «desintegró» la banda al salirse de ella; lo que no conocía era que los demás miembros harían todo lo posible por mantenerla viva unos años más, ahora bajo el mando de David Gilmour. En 1994 salió a la venta The Division Bell, último álbum que haría la agrupación (hasta ahora) y que significaba el término de uno de los mejores momentos que le ha pasado al rock.
Para entender mejor la discografía de la banda, clasificamos sus discos del peor al mejor: Worst to Best: Pink Floyd.